El Nido del Águila
En este post os ofrezco una pequeña metáfora de lo que puede ser la vida si somos capaces de mirarla con buenos ojos, usando el nido del águila como imagen ilustrativa.
Es difícil, muy difícil poder ver un nido de águilas. Porque las águilas anidan en lugares de altura, lejos de la vista de curiosos y depredadores que puedan amenazar a los polluelos.
Para la construcción del nido, las águilas buscan huecos en la roca lo suficientemente amplios y sólidas cómo para soportar las grandes estructuras de dos metros de diámetro y varios niveles. Lo primero que hacen es colocar una base de estacas de madera de diversidad de árboles de la zona que contengan repelentes naturales, seleccionadas con la intención de preservar a los polluelos de los parásitos. Tras esta base, las águilas colocan una segunda capa de piedras picudas e incluso vidrios puntiagudos y cortantes, que posteriormente cubrirán con diversidad de materiales más suaves como hojas, pequeñas ramas, plumas, hierba seca...
Tras la puesta y eclosión de los huevos, los pequeños polluelos se sienten cómodos y protegidos en el nido, las pequeñas aves son alimentadas y cuidadas por sus padres que se entregan a las tareas de la crianza con denuedo.
Poco a poco las pequeñas águilas van engordando y ganando en peso, con lo que el colchón de la superficie del nido deja de ser una eficaz protección que los aísle de la capa de piedras picudas y cortantes que hay debajo.
Así, según van creciendo, el nido comienza a resultar incómodo, las jóvenes águilas adolescentes ya no se sienten tan a gusto como se sentían cuando eran unos pequeños polluelos y cada vez pasan menos tiempo en el interior del nido, hasta que un día, de forma natural, emprenden el vuelo, ese vuelo majestuoso que nos fascina a los que tenemos la suerte de poder verlas desde tierra.
La naturaleza es sabia y busca mecanismos para que sus hijos progresen y evolucionen hasta la mejor versión de si mismos. Esa versión que convierte a las cabras montesas en equilibristas de la roca, a las águilas en las reinas del cielo, a las hormigas en perfectas ingenieros o a las abejas en una de las especies más complejas e importantes del planeta.
Pues sí la vida hace eso con sus pequeños hijos, qué no hará con nosotros, los supuestamente más adelantados.
La vida también nos pone piedras en el nido y en el camino. Y gracias a esas piedras, que las más de las veces no nos gustan, nos vamos convirtiendo en lo que somos, vamos creciendo y desarrollando nuestras capacidades más ocultas, aquellas que desconocíamos que teníamos y nos vamos superando a nosotros mismos hasta alcanzar las cuotas más altas de la excelencia. Porque no se alcanza la excelencia entre las superficies de mullidos almohadones de plumas.
Cuando empezamos a sentir las aristas de la vida, en lugar de amargarnos la existencia, lo que deberíamos hacer es dar gracias porque eso significa que la vida aún espera más de nosotros, mucho más. Que aún no hemos llegado al tope de nuestro desarrollo evolutivo, que podemos ser más, mucho más. Y entonces, deberíamos ponernos manos a la obra para responder al desafío que la vida nos ofrece y recibir sus regalos, esos que tiene preparados cuando alcancemos la meta que hay tras en reto.